Mota del Cuervo (Cuenca). 1923 - Mota del Cuervo (Cuenca). 2017.
Cantarera.
En su valioso libro sobre los alfares de España, José Guerrero Martín deja hablar a Dolores Cruz en primera persona, una declaración testimonial de gran importancia:
“Mi madre y mis hermanas ya trabajaron en el oficio. El hacer propiamente la pieza ha sido siempre faena de la mujer […]. Desde los 7 años que empecé a pisar barro… Ni yo ni las demás cantareras del pueblo tenemos a nadie que quiera continuar con esto. Sin embargo, de vez en cuando damos cursillos para chicas. Antes era distinto. Aquí han llegado a trabajar a la vez cientos de mujeres en el barro, porque en cada casa había unas cuantas y pasaban de cien las casas que eran alfarerías. En mi casa, por ejemplo, estábamos mi madre, dos hermanas mías y yo, pero la gente lo ha ido dejando, porque es un trabajo duro, no se vende y no se gana para comer con todo lo que se trabaja. […]” (p. 135)

Evelio López Cruz delante de una gran foto de Miguel Calatayud que muestra a Dolores Cruz Contreras pisando el barro. Foto de Karl Lach.
Según Enrique Sánchez Lubián, Dolores hizo sus primeros cacharros “a los trece o catorce” y “eran terminados por otras cantareras más avezadas” (p. 21), presuntamente familiares.
Natacha Seseña explica que la arcilla, extraída de una cantera a unos dos kilómetros siempre por hombres, se pagaba al ser traída a casa por un hombre con sus caballerías. “Por la extracción de la arcilla”, dice ella, “no tenían que pagar nada, pero sí por el transporte. En 1967, una carga de unas treinta espuertas costaba ciento cincuenta pesetas” (1997, p. 221).
Luego, empezó la tarea de cualquier chiquilla como Dolores: había que machacar la tierra arcillosa con un mazo y amasarla hasta conseguir un material homogéneo que se dejaba secar y reposar después de retirar piedrecitas y sustancias orgánicas a mano. Para preparar la pasta había que meter el barro pulverizado en un pilón, mezclarlo con agua y dejarlo reposar medio día. Hacía falta que el barro se empapara hasta el nivel molecular, tanto para la plasticidad deseada como para una resistencia idónea en el horno (ver Hernández, p. 27).

Un aspecto del Museo de la Alfarería de Mota del Cuervo. Foto de Karl Lach.
Una vez que se había convertido en una masa húmeda por la evaporación natural, se procedía a sacar porciones con las manos y amontonarlas, una tras otra, sobre cenizas en el suelo de la cocina (¡miren la foto de Dolores en la imagen 2!) o del patio, incluso encima de la suela, i.e. la superficie del torno moteño llamado el rodillo, para que luego pueda separarse la pasta con facilidad.
A continuación, se pisaba y repisaba este montón, que podía llegar a una altura de un metro; después de unos dos días solía estar suficientemente compacto y listo para almacenar el barro en un rincón de la cocina debajo de unos paños húmedos para evitar que se secara más.

Otro aspecto del Museo de la Alfarería en el que se ve un carro con mercancía. Foto de Karl Lach.
Tal vez nos hayamos dado cuenta ya de que la mera preparación del barro fue una continua labor dura y sucia, nada atractiva ni artesanal; lo único positivo que tenía era ahorrar costes.
La parte artesanal, propiamente dicha, se observa en la serie de las fotos expuestas en el Museo de la Alfarería de Mota del Cuervo (imagen 3); las sacaron de una película sobre el proceso de elaborar un cántaro moteño que captó el etnólogo alemán dr. Rüdiger Vossen (Hamburgo) a principios de los años setenta (¡que no de los sesenta como pone en la pared!); la cantarera era Dominga Cañego.
Aquí solo puedo resumir brevemente el proceso de hacer un cántaro, la pieza más emblemática de Mota del Cuervo, descrito con muchísimo más detalle por Natacha Seseña (1997, pp. 221-27) o por Hernández (pp. 30-36): se cubre la suela del rodillo con ceniza y se pone encima un trozo de barro en forma de torta (culo) como base de la vasija. La técnica del “urdido” consiste en preparar rollos de barro de medio metro de largo y unos diez a quince centímetros de ancho; se adelgazan con las manos antes de urdirlos, el primero al culo, el segundo al primero y luego el segundo al tercero, levantando así toda la pared de la vasija.
Una vez terminado el urdido, se ensancha la pared por dentro y por fuera a golpes de las manos para conseguir la tradicional forma moteña. El casco resultante tiene que secar algo antes de alisarlo, abocarlo y enasarlo. Eso requiere muchísima práctica y trabajar de manera inclinada todo el rato. La maestría se muestra en que toda la pared tenga el mismo grosor, siempre; en caso contrario, la pieza se estropea fácilmente durante la cocción y toda la labor resulta inútil.

Casa donde vivía y trabajaba Dolores Cruz Contreras. Foto de Karl Lach.
Como la gran mayoría de las cantareras moteñas, Dolores solía fabricar sus piezas en la cocina (Hernández, p. 29); eso era muy práctico: todos sus cacharros de una altura de entre 15 y 20 centímetros exigían varias fases de fabricación; permitía que el barro de la fase previa se secara lo suficiente para luego soportar el peso del barro añadido después (ibídem, p. 32) y mientras esperaba, podía cocinar o atender a la familia.
Por otro lado, significaba que la cocina casi nunca tenía un aspecto limpio y por eso, según Hernández (p. 53), las cantareras de Mota en general sufrían mucha desconsideración por presuntamente no ocuparse lo suficiente de sus tareas del hogar. Hay que ver qué injusto era esto, su oficio constituía un trabajo extra, arduo y sucio, que durante siglos contribuía a sustentar a la familia y proveía al pueblo y su entorno con objetos absolutamente necesarios: cántaros para recoger agua y guardarla en casa, bebederos para los animales, tinajas para guardar alimentos, los coladores para lavar ropa y un largo etcétera.
Los cacharros de Mota no se vidriaban nunca; Dolores y las demás cantareras sí solían marcarlos con incisiones primitivas para distinguirlos cuando fueron sacados del horno comunal por el hornero, al que había que pagarle cinco pesetas por cada pieza ahornada y diez pesetas por cada una que deshornaba, según Natacha Seseña (1975, p. 208) citada por Hernández (p. 41). Él añade que encima el hornero solía cobrar un porcentaje de los cántaros cocidos que varía según las fuentes consultadas (p.41 y 190); Seseña afirma que en Mota “de los doscientos cincuenta cántaros de la hornada, él [el hornero] se quedaba con nueve” (1997, p. 228).

Diversos cacharros de la antigua producción de Dolores Cruz Contreras. Foto de Karl Lach.
Los “siete u ocho hornos que estaban cociendo a diario, repletos de piezas” de los que, según Sánchez, Dolores se acordó cuando la entrevistaba (p. 22), solo quedaba uno en los años setenta, precisamente el que lindaba con la casa de Dolores y pertenecía a Ramón Gorra, un familiar suyo. Se lo vendió al Ayuntamiento para ser restaurado, colocado como monumento al lado del recién construido Museo y todavía se usaba para cocer cacharros por Dolores y otras durante los ochenta (p. 41).
A mediados de los ochenta Dolores le comentó a José Guerrero, “Antes hacíamos 15 o 20 hornadas al año, pero últimamente cuezo una vez. Y sobra. Así que en invierno, como hace mucho frío y hay piezas de más, no hago nada…” (p. 135).

Piezas tardías de Dolores Cruz Contreras decoradas con incisiones y firmadas por ella. Foto de Karl Lach.
De vender la producción de Dolores se ocupaba su marido, Santiago López Contreras, que la montaba o en un carro (imagen 4) tirado por una mula en busca de clientes por toda La Mancha, o en la plaza de Mota, donde incluso cambiaba cacharros por víveres (pp. 49-50).
Dolores vivía en una casa del llamado Barrio de las Cantareras al noreste de Mota del Cuervo, pueblo de un probable origen mudéjar en el siglo XIV; sigue habitando y trabajando en ella su hijo Evelio López Cruz junto a su esposa Lola Sandoval del Olmo.

Evelio López Cruz con otra foto de su madre de autor desconocido. Encima de la foto en blanco y negro se ve un rodillo. Foto de Karl Lach.
Según J. Hernández, Evelio y sus hermanas de jóvenes aprendieron el oficio con su madre, pero ellas lo dejaron por ser un trabajo duro y sucio. Hacia finales de los ochenta, cuando Dolores ya se cansaba mucho del duro trabajo, sentían la necesidad de vender las piezas que fabricaba Evelio con el nombre de ella para evitar cotilleo despectivo sobre la masculinidad de él entre los vecinos. Porque en este pueblo tradicionalmente se consideraba un oficio de mujeres, nada digno de varones.
En torno a la alfarería, allí los únicos trabajos socialmente aceptables para cualquier hombre eran la extracción de la arcilla de las canteras y su transporte, la recogida de material para la combustión, el oficio del hornero, y la venta de los productos (pp. 22-24-41-50).
Fuentes:
- Guerrero Martín, José, Alfares y alfareros de España, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988, pp. 134-135.
- Hernández, Jo Farb, Forms of tradition in contemporary Spain, University Press of Mississippi and San José State University, 1st Edition, 2005, pp. 12-55.
- Sánchez Lubián, Enrique (textos), Maestros artesanos de Castilla-La Mancha, Toledo, Consejería de Industria y Trabajo de la Junta de Castilla-La Mancha, Artes Gráficas, Toledo, 1997, pp. 20-23.
- Seseña, Natacha, La Cerámica Popular en Castilla la Nueva, Madrid, Editora Nacional, 1975.
- Seseña, Natacha, Cacharrería popular -La alfarería de basto en España, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 222-280.
Autor: Karl Lach
Por: Diccionario Biográfico de Castilla-La Mancha
Fuente