El último lance de la corrida de toros.

Autor: Enrique Lillo Alarcón
ISSN 2386-5172 - Serie: XX-9
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Enrique Lillo Alarcón
Autor: Enrique Lillo Alarcón

Cuatro de la tarde y ya subía una multitud de personas calle Mayor arriba, en dirección al Verdinal, donde se encontraba, en una amplia finca, la plaza de toros de Mota del Cuervo, propiedad de D. Federico Cosías.

Plaza de toros de D. Federico Cosías en el Verdinal, año 1930
Plaza de toros de D. Federico Cosías en el Verdinal, año 1930
Fotografía propiedad de D. Ernesto Riquelme Alcolado

Grupos de mozas vestidas de domingo, con las pañoletas de seda sobre los hombros, matrimonios con alguno de sus hijos, mozos con su traje y corbata, un puro mordisqueado entre los labios, se arremolinaban a la entrada de la plaza, mostrando felices sus billetes de entrada o esperando su turno para adquirirlo.

No cabía un alfiler en la plaza, el público lo pasaba bien, se divertía con los lances y amagos falsos de toreros y banderilleros. Todo transcurría como cabía esperar, risas, botas de vino, bocadillos de longaniza, griterío con alguna oreja cortada por un novillero de segunda.

Al fin de la corrida, cuando se apuntilló el último toro, y aún sin entrar las mulillas que lo arrastrarían hasta el lugar en que el carnicero lo iba a descuartizar, muchos mozos y niños saltaron al ruedo, ¿cuál era su fin? arrancar de lo alto del morrillo del toro los garapullos que aún habían quedado clavados y no habían caído a la arena por la acción de los lances. No se sabe porqué extraña razón los mozos y niños tenían predilección por las banderillas, quizás como recuerdo de tan divertido día, para luego decir a sus amigos que ellos estuvieron allí, que vieron a tal o cual novillero o banderillero famoso, aunque las cuadrillas que llegaban hasta La Mota no fueran de primera fila.

Algo parecido queda en la memoria de mi niñez, cuando corríamos detrás de los palitroques que caían desde el cielo, una vez que explotaba el cohete, los días de función o de traída de Nra. Sra. de Manjavacas, como recuerdo o para presumir ante los amigos que habíamos cogido más que ninguno.

La plaza se llenó de mozos y niños empeñados en un sprint por ver quien llegaba primero al toro, pero no eran los únicos, un banderillero de la última cuadrilla también corría con el mismo afán por llegar antes que ninguno, esto era así porque el dinero era escaso, una banderilla con su arpón intacto era dinero, se podían sustituir algunos de los papelillos manchados de sangre que adornaban el palo y parecería como nueva en la siguiente corrida. Llegaron al tiempo banderillero, algún mozo y un niño que quedó bacineando al lado de ambos, una de las banderillas la agarró el banderillero, pero también un mozo, forcejearon, ninguno quería soltar la presa, en un esfuerzo final el banderillero tiró hacia atrás, haciendo soltar las manos del mozo de la banderilla, pero con tan mala suerte que en el balanceo la clavó en la frente del chicote, aunque de esto último no hay total seguridad, pudiendo haber sido un simple rasguño, pero si es cierto que de la herida comenzó a brotar sangre que se deslizó por todo su rostro.

El público general que aún no había abandonado la plaza se percató de todo el suceso. Como si fuera un solo cuerpo, todos a una, se abalanzaron sobre el banderillero, querían matarlo no podía irse del pueblo sin recibir su escarmiento. El alcalde, auxiliado por alguna otra persona, dándose cuenta de lo que podía acaecer y el trágico final que se podía producir, acudió en auxilio del pobre hombre que sudaba y suplicaba.
Como pudieron lo acercaron hasta el coche negro y amplio de torero que ya estaba cargado con los bártulos de toreo en la baca, donde comenzaban a subir sus compañeros de corrida. Casi a empujones lo introdujeron en su interior. De inmediato numeroso público rodeó el vehículo, la situación empeoraba por momentos, alguien que estuviera separado del grupo sería incapaz de ver el coche, tal era la cantidad de gente que estaba increpando al pobre banderillero, al que querían sacar de su interior.

Cuando nadie daba un duro por la persona del subalterno, el público comenzó a separarse como impulsado por la vara de Moisés cuando abrió las aguas del mar Rojo, Gregorio “Pólvora” se estaba abriendo camino entre ellos con rapidez y energía gritando – ¡¿Qué ocurre aquí?! –, nadie se atrevió a hacerle cara, hacía honor a su apodo y era como la misma pólvora. Este apodo lo había heredado de su padre, que además de pólvora tenía un carácter fuerte e inmovilista, su casa fue la última de La Mota que recibió la electricidad porque decía que esos avances nunca eran buenos.

En un breve instante, se colocó en la parte delantera del vehículo, el público le miraba pero aún persistía el deseo de venganza; sin mediar palabra alguna, con la seriedad del pistolero del oeste americano que está preparado para el duelo en la calle principal del pueblo, deslizó lentamente su mano al interior de la chaqueta de su traje de domingo, y como si fuera chistera de mago, sacó un pistolón con el cañón más largo que ningún paisano había visto nunca en La Mota, apuntó al público gritando – ¡ lao ! ¡ lao ! – y al conductor del automóvil de torero, – ¡adelante!.

Los ánimos se calmaron, el público dejó de vociferar, apareció la palidez en algún rostro, otros muchos tuvieron que cambiar la muda al llegar a casa, el coche de torero quedó libre, arrancó motor y salió del pueblo escopetado, nunca mejor dicha esta expresión. Este hecho indica que Gregorio “Pólvora” era un hombre cabal, de “pelo en pecho”, pero también con un gran corazón.

El Dr. Zarco nos contó esta historia con tal ánimo y entusiasmo, que mi amigo José Manuel y yo llegamos a vivir el acto como si estuviéramos a la entrada de la plaza de D. Federico Cosías en el Verdinal. Cuando llegó a la escena en que el Pólvora sacó el pistolón, se puso en pie, dejando el sillón donde se sentaba, y nos representó la secuencia del magnífico momento. También nos contó que hizo el servicio militar con su padre y, a decir de todos sus compañeros y mandos, fue un soldado ejemplar. Viva por eso siempre Gregorio el “Pólvora” en nuestra memoria, para que nunca lo olvidemos.

D. José nos confesó que, en realidad, él no vivió esta historia, era muy niño entonces y no le permitieron ir a los toros, se la contó su padrino Santiago Martínez, y digo bien padrino porque también nos contó que, cuando nació, solo había padrino para los chicotes y madrina para las chicotas, pero no ambos a la vez. Y nos dijo que su padre, Salomón Zarco, se había juramentado con Santiago para que ambos fueran padrinos de algún futuro hijo que tuviera cada uno.

Dedicado a mi pariente D. José Zarco Castellano, y desde ayer y para siempre mi entrañable amigo.

Por: Enrique Lillo Alarcón
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