La historia en cursiva es real, se conserva una copia del manuscrito en la BNE, signatura al final del relato. Los personajes son reales. Los sentimientos del mayordomo son inventados, pero es lo que creo que debió de ocurrirle al estar obligado a quemar la Virgen de Manjavacas.
Leyenda y realidad del milagro que jamás nos contaron.
Tenía que dejar la casa de mi abuela en la calle de la Iglesia de Mota del Cuervo. Los días anteriores me había ocupado, frenéticamente, de recoger y revisar todo lo que consideraba parte de mi familia, lo que no queremos que nadie husmee, nuestra intimidad.
Únicamente me quedaba una pequeña arca de madera, muy vieja y destartalada, en parte forrada de cordobán, adornada con tachuelas doradas de latón ya oxidadas por el paso del tiempo. Tomé una silla baja de anea, me senté frente al arca, abrí despacio la tapa y comencé a revolver los papeles y documentos que contenía. Entre ellos, envuelto en un papel de estraza, apareció un pergamino, bastante ajado y destrozado; con el mayor cuidado que mis temblorosas manos lo permitían, fui desenvolviendo el manuscrito, pero no pude evitar que trozos de él se desprendieran del conjunto. Me acerqué a una mesa, lo desplegué del todo y comprobé que gran parte de su contenido era ilegible, aún así, transcribí lo siguiente:
"Mandato en la hermita de Nra. Srª. del Antigua
Mandose a Alonso Sánchez de Álvar Sánchez, mayordomo presente, que luego haga quitar la ymagen de Nra. Srª. que está en la hermita del Antigua de Manjavacas, y la haga quemar sin que nadie lo vea, y la çeniça que quedare, la entierre y enbuelba bien debaxo de tierra, y en su lugar haga poner una ymagen de Nra. Srª. pintada en algún lienço, hasta tanto que la hermita tenga bienes con que poder haçer un retablo o ymagen de Nuestra Señora que convenga para aquello. Lo qual cunpla dentro de dos meses primeros siguientes, so pena de un ducado lo contrario haçiendo, aplicado conforme a lo dispuesto por el Capítulo General, lo qual se notificó al dicho Alonso Sánchez de Álvar Sánchez, mayordomo de la dicha hermita, en su persona."
Lo demás estaba perdido.
Ya era tarde, me recosté sobre el sillón, el manuscrito delante de mí, sobre la mesa. Entorné los ojos, lentamente un sueño profundo se apoderó de mí, todos mis sentidos volaron, como en un viaje astral, hacia un lugar que había visitado en numerosas ocasiones ...
La noche era muy oscura. Los días anteriores un viento ábrego había traído las primeras lluvias del otoño que, recientemente, había comenzado. La laguna de Manjavacas había tomado un nivel de agua aceptable, lo que había hecho retrasar la migración anual de aves, aprovechando, quizás, los últimos alimentos para fortalecerse ante el largo viaje que iban a realizar. Llegaban olores de uva recién cortada, de tierra mojada, del cercano bosque de encinas, donde una de ellas aún no sabía que sería milenaria.
Un hombre, bien abrigado, con una lámpara de aceite en su mano derecha, sale de una quintería, donde guarda los aperos de labranza, donde habita cuando trabaja su tierra en Manjavacas durante la semana; los días de fiesta y domingos la deja para acudir a su casa de La Mota. Mira a todos lados continuamente, como ladrón que no quiere ser descubierto, atraviesa campos labrados y llega hasta la zona de las ermitas, en la parte norte de la laguna, la de San Pedro y la de Nuestra Señora del Antigua, hace años llamada la Vieja. Atraviesa el camino, vuelve a mirar, no se ve ningún viajero, las dieciséis casas que aún perduran en Manjavacas están lejos del lugar, la venta también queda apartada, aunque una minúscula luz, en lontananza, parpadea desde alguna ventana de ella.
Llega hasta la entrada de la ermita de Nuestra Señora del Antigua, saca una llave que guarda en el interior de su jubón y abre la puerta, la madera henchida por el agua chirría sobre sus goznes.
La ermita apareció hermosa a su vista. Hace ya más de diez años que habían conseguido terminarla, ha pasado mucho tiempo desde que comenzaron las obras a principios de siglo, allá por el año 1508, finalmente, después de más de 50 años el edificio había quedado muy digno. La nave, construida de tapiería de tierra, estaba bien encalada por dentro y por fuera, el blancor de sus paredes refulgía con la tenue linterna de aceite de Alonso; toda la techumbre se realizó con buena madera de pino traída de las Serranías de Cuenca y de los cercanos bosques de Villaescusa de Haro, se montó a par y nudillo, para hacer un soporte consistente que contrarrestara el peso de la teja; el almizate enlazado, el entramado de madera de estilo mudéjar que se había hecho bajo los nudillos, le daba un aspecto rico y señorial, era
verdaderamente bella.
Al fondo de la nave, presidiéndola, la capilla de piedra de cantería, tenía una ventana en el vértice del ábside, por donde se colaba, saltarín, el fresco ábrego; en el centro, un altar bien adornado con su frontal y mantel, corporales y palia a un lado; encima una talla medieval de madera anteriormente policromada de vivos colores, oro, púrpura, añil, verde esmeralda ..., debido a las inclemencias del tiempo, soportadas durante los años de construcción de la ermita, se desvanecieron dichos colores y la madera se ajó y se agrietó; a los lados, como escolta perenne, dos cruces de madera; a pesar que después de la visita realizada en el año 1556 hubo un intento de recomponerla, nunca alcanzó su esplendor inicial, había pocos medios y dineros de limosnas; Alonso como mayordomo de las dos ermitas, siempre se había quejado a los visitadores de la Orden de Santiago, al cura y a las gentes de La Mota cuando iba los domingos, con su bacín, a recoger la limosna a la iglesia de San Miguel, pero no obtuvo respuesta alguna.
A pesar de ello, Nuestra Señora del Antigua de Manjavacas, aparecía ante él hermosa, bella, con los párpados entornados, mostrando al mundo lo humilde y, a la vez, lo divino de sus orígenes, en postura sedente, tenía a su Divino Hijo entre sus brazos, éste mirando a todos con asombro y cariño. Una pequeña lámpara de aceite, con su bacín de azofra, en frente del altar, proyectaba su sombra reverberante al temblor de la llama, sobre las frías piedras de las paredes de la capilla.
El momento de quietud y majestad, la paz del lugar, el pensamiento de lo que Alonso iba a hacer en breves instantes, erizaron los pelos de su piel, un sudor frío comenzó a perlar sus sienes, aunque hizo esfuerzos inauditos, las lágrimas comenzaron a fluir por sus mejillas, sin poderlas contener.
Todo había comenzado el día siete del pasado mes de agosto de este año de 1574, los visitadores, Diego López Mexía, caballero de la Orden y el doctor Lorençana, freyle, visitador y reformador de la dicha Orden de Santiago, habían llegado, en su visita por las villas de la Provincia de la Mancha, hasta La Mota, desde allí se acercaron a las ermitas de Manjavacas, Nuestra Señora del Antigua y San Pedro, iglesias muy devotas de la población comarcana y de los viajeros, ganaderos y comerciantes que transitaban por el camino de Toledo a Murcia, para trashumar con sus ganados y comerciar con sedas y especias que llegaban a Cartagena, por el Mediterráneo, desde los lugares más recónditos; no en vano, la ermita de San Pedro había conseguido, en el año 1498, una bula de indulgencias de los cardenales de Roma, escrita en latín, en un pergamino, con sus sellos rodados colgando de él, que se guardaba como oro en paño en un arca.
Los vecinos de La Mota tampoco podían olvidar sus orígenes, los últimos pobladores de Manjavacas habían salido hacia 1460 y se habían instalado en el lugar, muy cerca de El Cuervo y el Pozo del Aldea, siendo acogidos con cariño por los habitantes originales, se fusionaron con ellos en un gran pueblo que se llamó La Mota el Cuervo. Estos nietos de los antiguos pobladores de Manjavacas, no perdieron la tradición de visitar las ermitas, de organizar romerías para celebrar su amor por San Pedro y, especialmente, por Nuestra Señora del Antigua, a la que tenían un gran respeto y devoción, a quien consideraban la Sanadora de sus males y enfermedades, su Madre que velaba por ellos, que suplicaba por la salvación de sus almas ante Dios, cualquiera de ellos, sin dudar, hubiera dado su vida por Ella, ¡así era de grande el amor que le profesaban!.
Pues bien, estos visitadores después de inspeccionar la casa de encomienda, que también servía de venta y puesto de cobro del portazgo, después de echar las cuentas al mayordomo Alonso Sánchez, después de visitar la ermita de San Pedro y estando en la de la Antigua, consideraron que la talla medieval de la querida Virgen, no era merecedora de ser la representación de tan Alta Señora, así que mandaron a Alonso que, sin ser visto, la tomara de su lugar, la quemara y enterrara las cenizas en un hoyo. Lo que no entendemos desde estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir, para los hombres de aquella época del s. XVI, era algo normal y caritativo, después de cumplir su función de representación de Reina de los Cielos, era preferible quemarla y enterrarla antes que algún desaprensivo pudiera cometer un
sacrilegio con Ella.
Alonso Sánchez de Álvar Sánchez, hijo de una familia honorable, en vano suplicó y se humilló ante los visitadores para que pararan su mandato, solicitó tenerla guardada en su casa a salvo de cualquier persona que quisiera hacerle daño, la tendría en la mejor habitación, cuidada como si de un Vellocinio de Oro se tratara. No hubo forma humana de revocar tan drástica decisión, se tenía que cumplir en un plazo máximo de dos meses.
Los días siguientes no comía, no trabajaba su tierra, cayó enfermo, su mujer, familiares y amigos andaban muy preocupados con la enfermedad de Alonso; ni el barbero del pueblo, ni el cirujano de Belmonte pudieron sacarlo de su tristeza y congoja. Un buen día de final de septiembre, se levantó de su cama como si nada hubiera pasado, se despidió de su mujer en su casa de La Mota, diciéndole que iba a cuidar sus tierras en Manjavacas y se encaminó hacia allí. Todo paisano que se cruzó en su camino, que amablemente le quiso preguntar por su salud, juraría ante el Crucifijo que Alonso era un alma en pena andante, con alguna posesión dentro de sí, tal era el estado que llevaba.
Así que, amigos, ahora tenemos al ilustre mayordomo delante de su Madre, la vista nublada por las lágrimas. Sacó de su jubón un lienzo nuevo que compró su mujer un martes, en el mercado de La Mota, bajó con un cuidado exquisito la talla de Nuestra Señora y la envolvió en él. La congoja que le produjo el llanto se había hecho muy fuerte, el corazón latía con fuerza desmesurada, pareciera que iba a salir de su pecho.
Echó tan maravillosa carga sobre su hombro derecho y comenzó a deshacer el camino hasta su quintería de Manjavacas, desde donde había salido al comienzo de este relato. La divina talla no era grande ni pesada, pero Alonso sentía que llevaba cincuenta libras de leña, al tiempo, creía ver mil ojos que le observaban y le acusaban de su acción, no podía hacer otra cosa, había dado su promesa de cumplimiento del mandato a los visitadores.
Una vez en su casa, en el corral trasero, había preparado una pira de leña de encina, ya seca, del año anterior, puso a Nuestra Señora del Antigua de Manjavacas encima de ella, y ayudado de la lámpara de aceite que llevaba y de paja seca, prendió fuego a la pira. Las llamas subieron con rapidez alcanzando la talla, pavesas se elevaban en un infinito vuelo que alcanzaban el Cielo, en los colores de la hoguera no predominaban el amarillo y rojo como cabía esperar, se fundieron en unos hermosos oro, púrpura, añil y verde esmeralda ...
Entre las llamas, Alonso creyó ver las caras de los antiguos mayordomos que le miraban e increpaban, Alonso Sánchez de Manjavacas, Miguel Sánchez Castaño, Miguel Mateo y el último Sebastián López, no pudo soportar por más tiempo la magnitud del momento y cayó desplomado en el suelo.
La mañana despertó como los típicos días de comienzo del otoño, una luz oro viejo apagado y atenuado por las neblinas de las lluvias de los días pasados, y por la próxima laguna de Manjavacas. Alonso abrió los ojos, pensó que había tenido una pesadilla, todo lo sucedido
había sido irreal, consecuencia de su reciente enfermedad y debilidad, pero no, un breve hilo de humo blanquecino seguía ascendiendo hasta el infinito. Nuevamente comenzó a llorar, pero se impuso el deber, tomó un saco que había preparado con una parte del lienzo que compró y fue guardando, lentamente, las cenizas que habían quedado.
Más tarde, tomó su azada de madera y el saquete al hombro, dirigiéndose a las hazas de cebada, antes de la casa encomienda y del puente sobre el arroyo Madre, allí cavó un profundo hoyo y enterró lo que quedaba de Nuestra Señora.
Después cerró su quintería de Manjavacas y regresó a La Mota, nadie le volvió a ver jamás, ningún manuscrito habló de él. Oí contar a mi abuela, en las historias y cuentos que se dicen las noches frías de invierno, que su abuela le había contado, que un tal Alonso Sánchez, hombre principal y mayordomo de la Virgen de Manjavacas, murió solo, de ninguna enfermedad conocida, de pena, ahogado en sus lágrimas y remordimientos.
Así fue como sucedió, después que llegó a su casa de La Mota, se encerró en ella. No tardaron mucho tiempo en comprobar la ausencia de la imagen de Nuestra Señora, quizás fueron horas, ya que era muy visitada como dicho es. Una comisión compuesta por el cura licenciado Orea, el clérigo mayordomo de la iglesia bachiller Rodado, los alcaldes ordinarios Bartolomé Sánchez de Perea y Juan Nieto, y los regidores Felipe Sánchez, Gabriel García y Miguel Castaño, así como una gran comitiva de curiosos en procesión detrás de ellos, se llegaron hasta casa de Alonso Sánchez, no consiguieron que articulase palabra alguna, la mirada en ninguna parte, el rostro transfigurado, era una vaga imagen de la persona sonriente y amable que fue un día, no consiguieron conocer el paradero de la querida Virgen.
Más tarde, durante el invierno, en una visita que hizo el clérigo mayordomo, bachiller Rodado, al Convento de la Orden en Uclés, pudo informarse del mandato que le había sido impuesto a Alonso y de los esfuerzos que hizo por evitarlo, ya era muy tarde para remediar el pasado, había muerto.
El tiempo siguió su implacable caminar, no sabría decir cuantas generaciones pasaron, quizás cuatro o cinco, ningún documento habla de ello. Nadie en la villa de La Mota había podido olvidar, ni aparcar la pena, de la pérdida de la querida Madre, Nuestra Señora del Antigua de
Manjavacas; cuando llegaban a rezar a la ermita, al verla despoblada, sus hijos lloraban desconsoladamente.
Uno de esos días, al atardecer, algunos vecinos de Mota del Cuervo que habían ido a rezar a las ermitas como era costumbre, después del rezo se habían acercado a la próxima casa de encomienda que hacía las veces de venta. Estando en su patio, a la lejanía, vieron como se acercaba por el camino de Murcia a Toledo una carreta tirada por dos bueyes uncidos de un yugo de madera, los conducía un carretero y dos mozos que ayudaban con la carga, portaban un bulto cubierto de tela para evitar el polvo del camino y atado a los estacones del carretón; quien de cerca lo viera podría pensar que se trataba de una persona.
Lo fueron siguiendo con la vista, con la curiosidad manchega por lo desconocido. El carretón atravesó el puente del arroyo Madre, con su pausado caminar, continuó el camino pasando delante de la puerta de la venta, pero al recorrer como unas quinientas varas, inexplicablemente, los bueyes giraron hacia la izquierda del camino para introducirse en un cebadal que comenzaba a verdear. Allí quedaron varados. El carretero hizo sonar su tralla, los bueyes ni se movieron. Todos a una, carretero y ayudantes tiraron del yugo hacia sí, nada sucedió, los bueyes eran moles de piedra inmóviles. Desesperado, fustigó con la tralla los lomos y costillas de los bueyes, los animales agacharon al unísono sus cabezas impelidos por el yugo, mugiendo desesperadamente, pero, a decir verdad, sus pezuñas no se movieron un solo palmo. Mientras esto sucedía, los vecinos de La Mota se habían acercado apresuradamente hasta el lugar para intentar ayudar.
Discurriendo como hacer, a uno de ellos se le ocurrió liberar la carga y bajarla de la carreta, dicho y hecho, entre todos soltaron las sogas que servían de amarras y la bajaron con mucho cuidado hasta el suelo. Como si de un resorte se tratara, los bueyes, por sí solos, comenzaron a andar hasta colocarse en el cercano camino que habían traído. ¡Qué alegría! comentaron, parece que hemos resuelto el problema y podremos continuar viaje. Así que, otra vez, volvieron a poner la carga sobre la plataforma de la carreta. De modo que, cuando terminaron de atarla, los bueyes iniciaron nuevamente su marcha, para ponerse en el mismo sitio del cebadal. Nadie fue capaz de volverlos a mover de ese extraño lugar que habían elegido.
Alguno, recordó haber visto en el corral de la venta una pareja de bueyes de un carretero transeúnte; así que se acercaron por ellos, pidiéndolos prestados, los uncieron a la carreta.
¡Santo Dios! aquello parecía un milagro, desde el camino, donde los ataron regresaron al mismo punto del cebadal donde se paraban los otros.
Como quiera que se estaba echando la noche encima, decidieron descargar el bulto, llevarlo a mano hasta la vecina ermita de Nuestra Señora que hacía años que se encontraba vacía, dejando bueyes y carreta en el corral de la cercana venta.
La desolación de la ermita era patente, la pena la había deteriorado, no había puertas, la madera del techado había comenzado a desprenderse, el cruzado del almizate se estaba perdiendo, alguna teja cayó. El grupo llegó extenuado, cansado por el peso del fardo, dejándolo en un lateral del altar. Un vecino de La Mota, sin poder contener más su curiosidad, pidió permiso al carretero y comenzó a desenvolver la tela de cáñamo que envolvía el bulto.
Cuando destapó la parte superior, lanzó una fuerte exclamación, inmediatamente después, quedó con la boca abierta, sin poder articular palabra alguna, todos giraron la cabeza en esa dirección. La cara más hermosa de Nuestra Señora que nadie había visto jamás, con los párpados entornados, apareció ante todos, prendida de su cabello una corona divina de oro.
Siguió quitando la tela y apareció su Divino Hijo en sus brazos, con la vista dirigida a ellos, desprendiendo piedad y amor.
Otro de los vecinos de La Mota que estaba situado en el centro de la nave de la ermita, sin poder contener por más tiempo su fervor, abiertamente emocionado, con lágrimas en los ojos, gritó ¡Viva Nuestra Señora del Antigua de Manjavacas!, un segundo le respondió ¡Viva su Santísimo Hijo!, frases que se repiten día tras día, año tras año, como una noria infinita que no parará nunca.
Finalmente, no consiguieron que alguna pareja de bueyes pudiera trasladar a Toledo tan preciada carga. Consultado con las autoridades eclesiásticas, se decidió que la Virgen se quedaría en el pueblo más cercano de los dos, Pedro Muñoz o La Mota. Midieron las distancias desde la ermita y, por pocas varas, fue menor la de La Mota.
Los vecinos de Mota del Cuervo no quisieron que su Madre se fuese a otro lugar que no fuera el suyo, habían esperado tanto tiempo por ella, habían derramado tantas lágrimas, habían rezado tanto para que Dios, en su infinita bondad, se la devolviera, que a un impulso de cuatro mozos, tomaron unas andas que en la ermita estaba, la ataron a ella, emprendieron el antiguo camino medieval de Manjavacas a La Mota y corrieron en dirección al pueblo.
Mi abuela me contó, que se lo dijo su abuela, que aquellos mozos no parecían humanos, pareciera como si algunos ángeles hubiesen tomado forma humana y corrieron, y corrieron, y corrieron hasta llegar a la iglesia de San Miguel de La Mota, no veían que sus pies tocara el
suelo, no veían el polvo del camino que levantan las zapatillas de los anderos cuando llegan a la villa, fue la única vez que no pararon en el Pozo de la Media Legua.
Nuestra Señora del Antigua de Manjavacas, había obrado el milagro, un extraño bulto se había transfigurado en la Madre de todos los moteños, que había desaparecido en el s. XVI. Estaba nuevamente aquí para quedarse entre nosotros, para protegernos, para consolarnos en las dificultades y enfermedades, para vivir a nuestro lado, en su laguna, como siempre lo había hecho desde la Edad Media.
¡Madre nuestra!, tú eres nuestro sostén y apoyo, nuestra alegría y consuelo.
Siempre estaremos a tu vera, nunca te abandonaremos.
Ningún vecino supo más de las cenizas, ningún comerciante que transitó el camino de Toledo a Murcia supo más de la Vieja o del Antigua.
Alguna vez he oído decir a algún labrador madrugador, a algún caminante rezagado, que, a comienzos de otoño, cuando el húmedo ábrego deja sus lluvias en Manjavacas, en la zona cercana a la venta, antes del arroyo Madre, en la oscuridad antes del alba y después del ocaso,
haber visto un festival de luces, brincando cercano a la tierra, casi sin despegar del suelo, con unos maravillosos colores, oro, púrpura, añil y verde esmeralda ....
[Libro de los mandatos de la Visita General de la Provincia de Castilla y Rivera de Tajo, realizada por D. Diego López Mexía y el doctor Lorenzana, visitadores y reformadores generales en la Provincia de Castilla, año 1574]
[BNE,MSS.9917]