La lechuza de la torre de la iglesia. Cuento de verano

Autor: Enrique Lillo Alarcón
ISSN 2386-5172 - Serie: XX-7
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Enrique Lillo Alarcón
Autor: Enrique Lillo Alarcón

Después de cenar, casi todas las noches, los chicotes nos acercábamos al jardín de la Plaza Mayor de La Mota.
Para nosotros los pequeños, era el lugar ideal de juego en las noches de verano, había luz abundante que proporcionaban las dos hileras de farolas, los bancos de piedra, también dispuestos cerca de las farolas, nos ofrecían un lugar para el descanso después de los interminables juegos, los arbustos y árboles frescor en las noches calurosas.
El jardín era rectangular, con una zona central enlosada, farolas que daban mucha luz y bancos de piedra a los lados de esta zona central, envolviéndolo todo, jardines y setos de arbustos, con algunos árboles de cuando en cuando; estaba elevado sobre la calle, existiendo unas escaleras grandes en los pies del jardín que daba a la calle Mayor y otras dos en los laterales de la cabeza del jardín, aquí, entre parterres de pequeñas plantas estaba el busto en bronce de José Antonio, sobre un alto pedestal de piedra blanca, mirando hacia el infinito en dirección de la calle Mayor, siempre me pareció con el ceño algo fruncido, por eso no le miraba mucho, parecía que me iba a regañar si hacía algo improcedente, otras veces me parecía que miraba la tienda de chucherías de Reyes, por eso estaba enfadado, porque no podía ir allí a comprar algún caramelo.
Íbamos de las calles de los alrededores, sobre todo los que estábamos en la clase de D. Pedrito (mi maestro, D. Pedro Peñalver, yo le llamaba así por la confianza que tuvo con mi familia), acudía desde la calle de la iglesia, del tramo que está entre la iglesia y la calle Manjavacas, a veces con mis amigos de la calle y otras veces solo, terminaba de cenar rápido para llegar antes que me pudiera perder algún juego, a veces comiendo la fruta por el camino, mi abuela, que me quería mucho, siempre me dejaba ir, antes de salir un rosario de recomendaciones para que me comportara bien. Cuando subía la calle Mayor, la noche no había cerrado sobre la Sierra de los molinos, aún celesteaba con ese color claro de las noches de verano de la Mancha.
La Plaza revivía con nuestras voces y risas, en agradecimiento nos ofrecía un jardín cerrado para nosotros. Los juegos era nuestra razón de ser, de relacionarnos, no recuerdo que se hubiese producido nunca una sola pelea, creo que éramos todos chicotes humildes y nos llevábamos muy bien. Jugábamos al pañuelo, a dola, al escondite, corríamos y nos escondíamos por todas las calles de alrededor, en la esquina de Mojicón, en la de la barbería, en la de la imprenta del tío Luis, llegar hasta el banco de piedra, salvar a tus compañeros y a ti mismo, era la misión que cada uno de nosotros quería cumplir, para ser felicitado por los retenidos, ¡tiempo despreocupado y feliz!. Un juego sencillo que me gustaba era el gallo o gallina, tomábamos una ramita repleta de hojas de los árboles del jardín, sujetábamos el extremo entre el índice y el pulgar, con los mismos dedos de la otra mano recorríamos deprisa la rama, de modo que las hojas se te iban quedando entre los dedos, mientras decías gallo o gallina, al final tenías un montón de hojas entre los dedos, si las hojas quedaban cerradas era la cola del gallo y ganabas, si las hojas quedaban abiertas era la cola de la gallina, consecuentemente perdías.

Aquella noche no se nos ocurrió ningún juego, pero alguien dijo, – vamos a contar historias de miedo -, parecía algo atractivo y novedoso, la mezcla de cuento y algo prohibido que no escuchábamos con asiduidad como eran las historias de miedo, nos convenció. El que narraba se sentaba en el banco de piedra, el resto, formando un circulo que se extendía hacia el centro del jardín, en el suelo, con las piernas cruzadas como los indios sioux en las películas de vaqueros, preparados para fumar la pipa de la paz, así estábamos los pequeños preparados para empaparnos del miedo.
Se contaron varias historias, de aparecidos, de ánimas que buscan su lugar en otra persona, de algún sacamantecas, de niños que desaparecen para no volver a ver más a sus familias, en fin cosas terribles para nuestra edad, pero que nos empeñábamos en seguir escuchando, con esa morbosidad que da la infancia.
Sonó el reloj de la torre de la Plaza, era la hora de recogernos, cada cual se dirigió a tomar su camino de vuelta a casa. Yo, ese día, había ido solo, ninguno de mis amigos de la calle de la iglesia vino conmigo, así que debía volver sobre mis pasos sin ningún tipo de apoyo.
Bajé por la calle Mayor en dirección al Pozo de la Aldea, Mojicón y las otras tiendas estaban cerradas, pero las luces de sus luminosos, junto con la luz de la Plaza, alumbraban razonablemente mi camino, iba por la acera de la izquierda y bien pegado a la pared, pasé la casa de D. Eminiano, llegué a la esquina de la calle San Miguel, en la esquina de enfrente, la farmacia, todavía me alumbraba decentemente, pero cuando giré y comencé a andar la calle, las luces se atenuaban, la mole de la iglesia se me apareció de frente, la oscuridad ya se había apoderado de la noche, no estaba tan seguro de mí, los aparecidos podían llegar en cualquier momento. Seguí avanzando la calle, miraba atrás y adelante, ya no podía parar, era ahora o nunca, llegué hasta la esquina de la calle de la iglesia, allí nueva parada para otear, todo estaba en silencio, el callejón de la iglesia y la calle de San Pedro parecían boca de lobo, – tengo que ser valiente –
Comencé a recorrer la calle, oía el rechinar de las piedras bajo mis sandalias, mi corazón intentando salir del pecho, las manos comenzando a sudar.
Apenas había recorrido unos metros cuando … uuuuuhhhhh, uuuuuhhhhh, uuuuuhhhhh, fue la señal que necesitaba, mis músculos que estuvieron en tensión mucho tiempo se dispararon, y yo con ellos, corrí como nunca, en pocos segundos pasé la puerta de la iglesia, con su árbol que la tapa parcialmente y siempre estuvo allí desde que recuerdo, al llegar al molino, donde estaba el escalón de piedra que atravesaba la calle, salté como un gamo, uuuuuhhhhh, uuuuuhhhhh, uuuuuhhhhh, para seguir corriendo por la calle abajo hasta llegar a la puerta de madera, pintada de verde, con su pestillo y cerradura de llave de pueblo, que era mi salvación, la puerta de la casa de mi abuela, giré el pestillo, entré y cerré la puerta por dentro, no podía parar el corazón, apoyé la espalda contra la puerta y respiré profundamente.
La lechuza de la torre de la iglesia, seguía riéndose de mí desde lo alto.
Esta y otras muchas noches corrí la calle, aunque con el tiempo fui dominando el miedo y conseguí pasar andando pero deprisa, nunca pude ir despacio.
La lechuza nunca abandonó su lugar en la torre, siempre nos vigila y se ríe de nosotros, especialmente la noche de ánimas.

Por: Enrique Lillo Alarcón
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